Mi infancia y los higos.
 
Tiempo de lectura: 2 min 32 seg

Hola querida,
 
Hoy te traigo lo que para mí eran los higos hace 27 años.
Un regalo.
 
Resumen del dĂ­a de ayer en casa: silencio y chicharras.
 
Los días así de lentos me recuerdan a cuando era una niña salvaje y pasaba el verano en el campo de mis abuelos. Aquel lugar era maravilloso.
 
Los primeros años vivĂ­amos en una especie de trastero. Para dormir mis padres echaban colchones al suelo. El mĂ­o era de cuna y tenĂ­a dibujitos. La superficie estaba hecha de plĂĄstico y cuando sudaba, me quedaba pegada. El sonido al separarme me parecĂ­a divertido. AllĂ­ no se pegaba ojo. Palabrita. Cada noche, mi abuelo y mis tĂ­os montaban una orquesta de ronquidos. Vibraban hasta las ventanas. Y te picaban mucho los mosquitos. Yo no lloraba porque no me salĂ­a. Te juro que lo intentaba. A las de tres, llamo a mi madre. 1,2 y 3. AbrĂ­a la boca y apretaba mucho la tripa. Nada. Muda. AsĂ­ que me iba de puntillas esquivando todos los colchones hasta su cama. Seguro que estaba a mi lado, pero lo recuerdo como una vuelta al mundo. 
 
Vivir en el campo me encantaba: habĂ­a gatos. Y nacĂ­an bebĂ©s todas las semanas. Mi afinidad con estos animales tiene que ser de nacimiento. Porque no levantaba dos palmos del suelo y ya los rescataba de las cunetas. Como estaban lejos de la casa, aprovechaba la hora de la siesta para escaparme. Me hacĂ­a la dormida en un sillĂłn verde gigante. Y miraba a mi abuela de reojo. Ella siempre decĂ­a: yo la siesta no, que me pierdo mi novela. Pero aquĂ­ la menda sabĂ­a que se quedaba frita. El pistoletazo de salida era cuando se escuchaban tres ronquidos diferentes. AhĂ­ me sentĂ­a ganadora. Sola en el mundo. Imparable. Y cogĂ­a el pendil y la media manta. El primer y Ășnico reto era traspasar la cortina de PVC de la puerta. Imagina una niña de cuatro o cinco años no hacer nada de ruido. Lo conseguĂ­a. Pasado ese muro, ancha era Castilla. CorrĂ­a por el camino de chinos como si no hubiera un mañana.
 
Tras la puerta de acero negra, ahĂ­ estaban. MamĂĄ gato y sus crĂ­as. Acercaba mi mano a la guarida. Reconocimiento hecho. Me levantaba la camiseta dejando un hueco a la altura de mi barriga. Y las crĂ­as dentro. El Ășnico misterio que aĂșn no he resuelto es cĂłmo la mamĂĄ gato llegaba a la higuera antes que yo. Aquella higuera daba mucha sombra. Por eso me parecĂ­a el lugar perfecto. TenĂ­a un tronco enorme. MĂĄs de 100 años de ĂĄrbol, imagĂ­nate. Tras la misiĂłn, me encantaba tumbarme debajo a escuchar las chicharras. Me picaba todo el cuerpo, pero el olor a verano me mantenĂ­a allĂ­ divagando.
 
 ÂżEn quĂ© piensan los niños? ÂżTĂș te acuerdas?
 
Cuando me entraba hambre, me subĂ­a a una silla que chirriaba como si se fuese a romper. Era la Ășnica forma de alcanzar un higo. De puntillas haciendo equilibrio. Cuando casi rozaba uno, siempre, siempre, siempre escuchaba a CampĂłn, mi abuelo, gritar: VerĂĄ como te vea tu madre. Me tiraba del tirĂłn al cĂ©sped y aguantaba la respiraciĂłn mientras apretaba superfuerte los ojos. Con el higo ya en la mano.
 

La sensación que tenía al comérmelo seguro que ya la conoces. Pero por si acaso te dejo el tuyo aquí. Solo tienes que ponerte de puntillas y dejarme tu email.Y ya me cuentas.
 

 
Y me despido hasta el Lunes que viene. Recuerda que si me contestas a esta carta me pondrĂ© sĂșper contenta.
 
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Abrazo!
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