Hace casi 3 años nos mudamos a esta casa.
Data, por si seguís la novela: ¡al final renovamos contrato! Si todo sale bien, en menos de un mes firmamos.
Pero volvamos.
El día que vinimos a visitarla con la inmobiliaria, llegamos al cuarto de atrás y canté:
¡ESTA ES MI OFICINA!
Ese cuarto, pensado originalmente para guardar herramientas del jardín, era perfecto para mi trabajo y mis cosas (alias: mis pinturas, mis hilos, mis libros).
Pero cuando entramos por primera vez ya con la llave en mano, noté que toda la casa estaba recién pintada… menos ese cuarto.
Estaba en ese gris de lo que “está mal, pero no tan mal”.
Y como la mudanza ya me había removido bastante, dije: lo dejo así.
Y así quedó.El espacio floreció: mudé mi mesa rosa, pegué un par de posters e hice de ese lugar mi lugar. Tuvo su momento. No te voy a mentir.
Pero como todo en la vida… pasaron cosas.
Entre ellas, el tiempo.
La humedad que tenía la pared se hizo más fea, los posters se empezaron a despegar, las manchas crecieron.
Ese espacio que me inspiraba se empezó a apagar.
Y ahí empezó el dilema inquilino:
¿Para qué voy a arreglarlo si en un año capaz nos vamos?
Mi hermana me regaló un escritorio y lo puse en la habitación.
Lo dejé a tono y me convencí de que era mejor lugar (más calentito en invierno, más fresco en verano), lo cual es 1000% real. El cuarto del fondo no tiene ni calefacción ni aire acondicionado.
Y así estuve: un año trabajando en otro lado y dejando que ese famoso cuarto se deteriorara más y más.
Siendo honesta, cada vez que entraba —aunque sea a buscar algo— me sentía mal.
Tengo este espacio… ¿y está totalmente desaprovechado?
¿Por qué no me pongo las pilas y lo arreglo?
Lo que fue hermoso, ahora está literalmente lleno de polvo y tierra.
Consciente o inconscientemente, empecé a evitar entrar.
Estar ahí me removía cosas no tan divertidas.
¿No quiero arreglarlo? ¿No puedo?
¿Es la plata? ¿El tiempo?
¿Quiero que lo haga otra persona?
¿Qué me pasa con esto?
Ninguna respuesta hacía click.
Y así, pasó (nuevamente) el tiempo.
¿Qué pasó exactamente en ese tiempo? No sé.
Quizás lo llevé al límite.
Quizás la vida me encontró en otro mood, uno más equilibrado, con ganas de poner —literal— las manos en la masa (estuve pintando mucho y cocinando cosas que requieren harina, amasado y tiempo de leudado).
Pero más allá de eso, hubo un momento en que dije: basta.
Este es MI lugar.
Sé que podría estar 78756 veces mejor. Sé que podría volver a sentirse mio otra vez.
Un sábado a la tarde, de esos mágicos en los que mi hijo duerme siesta, agarré una espátula y empecé a rasquetear toda la pared.
Los agujeros eran más grandes de lo que imaginaba. La mancha, también.
Cada grieta era: uh, ¿qué habrá acá?
Y así llegué a esto: