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Es lunes, Dami y Vito están en la plaza.
 
Me pongo unas pantuflas, voy a la cocina y mientras abro la heladera pienso: Mmmmm ¿a ver qué podemos hacer? Saco cosas, pelo, corto y pongo de fondo pero con escucha atenta un episodio de Dario Z y Sole Barruti.
 
El tema me atrapa desde el minuto cero (porque hablan del tiempo) pero hubo un momento en donde tuve que poner pausa, volver, escuchar de nuevo, sorprenderme e incluso mandarme un auto mail con una frase que me acababa de volar la cabeza.
 
En algún punto extraño, cosas que estuve pensando en las últimas semanas hacen sinapsis y se unen.
 
La frase en cuestión, de Agamben, dice: “No hay revolución que no comience con una revolución en nuestra experiencia del tiempo.”
 
(Acá es donde me pregunto cómo &/$"#@%*! explicarte a todos los lugares a donde me lleva esta bendita frase. Pero allá voy. Haré mi mejor intento)
 
Hace 11 años (quizás me conocés) vivía en un modus operandi de negación. La clásica que bien todos conocemos; hacer como que no pasa nada, tapar la angustia con “cositas” y seguir adelante. Y si bien es cierto que el combo del accidente con su inmovilización me movió demasiado la estantería, y fue le inicio del fin, lo que terminó de sacar la fichita de abajo del yenga fue la partida y el fallecimiento de alguien que quería mucho.

Alguien joven, vital. 
Una de esas sorpresas feas y terribles que a veces tiene la vida.
 
Ese evento fue el que terminó de romper(me) toda. Ahí es donde me dije: ¿qué carajo estoy haciendo acá? ¿Qué carajo estoy haciendo con mi vida? ¿Qué carajo estoy haciendo con mi tiempo?
 
Tengo la suerte de seguir acá —porque es suerte, no otra cosa—
y no quiero seguir por el camino en el que estoy.

Necesito encontrar la próxima bajada de Panamericana, poner balizas, llorar un buen rato y ver hacia dónde quiero ir. Porque la verdad es que verme 20, 30, 40, 50 años en un lugar y en una vida que no me pertenecían me daban ganas de vomitar.
 

Ojo: no tenía la más pálida idea de qué hacer,
pero sí sabía muy bien que mi relación con mi trabajo —y eventualmente lo que sería mi relación con el tiempo, mi deseo, mi disfrute y mi identidad— tenía que cambiar.
 
A veces la vida te cachetea tan fuerte que las decisiones que antes parecían difíciles o imposibles se vuelven fáciles.
Un momento de claridad extrema, que no pasa por el filtro del qué dirán.
Una piña que, sin pedir permiso, te ordena las prioridades.
 
Mucha de la claridad y de la valentía de hoy (y de estos últimos años) vienen de ese sacudón.

A veces esa revolución (de la que hablaba Agamben) 
No hay revolución que no comience con una revolución en nuestra experiencia del tiempo.” llega con una crisis, como me pasó a mí.
Y otras, llega con algo tan enorme y disruptivo como es la maternidad.
 
Hoy lo veo en amigas que están debatiendo si volver o no a la multinacional después de su licencia (incluso en contextos amorosos, con políticas de maternidad amplias y jefxs empáticos)

La maternidad también es una revolución: del tiempo, del deseo, de las prioridades, de mil millones de cosas. 
 
Porque en el fondo, esa frase de Agamben no habla solo de revoluciones políticas o filosóficas, si no también de nuestras revoluciones internas.

De ese instante en el que algo cambia en cómo vivimos el tiempo: cuando una se vuelve madre, cuando algo se rompe, cuando una certeza cae.
 
A veces ese cambio llega con dolor, otras con ilusión, pero siempre trae un antes y un después. Y quizá, si prestamos atención, esa pequeña revolución del tiempo sea el primer paso hacia la vida que queremos construir. Hacia la vida que HOY queremos construir.
 
Revolucionar la forma en que habitamos el tiempo es, tal vez, la manera más profunda de reinventarnos.

Pero yendo a vos, ¿a dónde te lleva todo este mail?
“No hay revolución que no comience con una revolución en nuestra experiencia del tiempo.”
Ahora si,
Un abrazo grande,
Flor 
 
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Flor Carvutto
 
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