«Me recetaron ansiolíticos. O sea, no tengo la capacidad de autorregularme. Estoy en el foso, ahora sí que toqué fondo. ¿Cómo pude llegar a este punto?».
Entropía, caos, ansiedad -mucha-, llanto, culpa, desánimo, cansancio, soledad, frustración, tristeza profunda.
Decidí escuchar mi sabiduría interior, no tomar los medicamentos(*), y optar por altas dosis de adaptógenos, recetados por un médico funcional. Mi tiempo de reposo lo acompañé con mucha disciplina, meditación, naturaleza, escritura, lectura, plantas de poder, terapias holísticas y psicológicas (me faltó el ejercicio físico).
Podía empezar a sentir el equilibrio de nuevo en mí.
Sólo bastó volver a la oficina, y esta vez presencial, para que también volviera la ansiedad en todas sus formas.
Esa mañana, mientras empacaba mi comida para recalentar en la oficina, lloré un poco. Me recompuse y creí haber apagado mi diálogo interno, hasta que mientras manejaba reapareció como un tsunami con ataque de ansiedad incluido, el peor de todos los que viví en esos meses.
Frené en el momento justo cuando decenas de personas empezaban a cruzar por el paso peatonal de una avenida súper concurrida de la ciudad a esa hora de la mañana.
El pensamiento de que pude haber atropellado a muchas personas me acompañó durante todo el día, en el que por supuesto, tuve que estar sonriendo en la oficina.
Allí comenzó la noche más oscura de todas las que había transitado en mi despertar y me juré a mí misma salir de ahí.
Pude ver dos caminos muy claramente: la resignación y la aceptación.
Caminé alrededor de la resignación como quien inspecciona una posibilidad. La imagen no estaba tan mal… Periodista, 15 años de experiencia, muchos matarían por tener ese cargo y el sueldo, cero riesgos, independencia económica, todas las necesidades cubiertas (las de mi familia también), 15 días de vacaciones al año. ¡¡Uuuuffff, el confort del sistema!!
Pero… la piedrita en el zapato no se esconde. Me veía ahí, frente al computador con mis ideas enjauladas por muchos años más
(tal como en el newsletter anterior). Casi podía sentir mi energía vital al mínimo.
Volteé la mirada y allí estaba la aceptación. Tenía mi rostro, pero con expresión serena. Sentí ligeramente su resplandor de plenitud. Quería abrazarla para que me embargara del todo esa sensación.
La miré a los ojos y le dije que, de aquí en adelante, ninguna otra cosa ocuparía mi energía más que construirme el privilegio de poder renunciar a mi trabajo y juntar toda la valentía posible para hacerlo. Vencería mi miedo a la escasez, la última trinchera de desmerecimiento que me faltaba, y finalmente me haría cargo de lo que mi alma venía gritándome desde hace tanto rato: “Ya sabes cuál es tu propósito y no es este”.